No resultará nada original decir que Oviedo es una de las
ciudades más bellas de España. Una ciudad que pese a mirar a los ojos al
futuro, conserva una elegancia, un toque señorial, una clase típicamente
provinciana, pero que como Santander, lo hace sin resultar molesta o sin causar
rechazo. Es la clase de aquello que fue elevado en su momento.
Y en medio de un lugar así, el huésped se encuentra con un
edificio inclasificable, sin integración alguna ni con el espacio en el que se
ha ubicado, ni con el estilo de la ciudad, por muy moderna, futurista y actual
que anhele ser.
No, no es un espacio singular. Decididamente es un lugar
extraño: por no visto, porque es la pieza de un puzle que no es el de Oviedo;
quizá del de esa ciudad que por intentar ser tan diferente, se convirtió en una
especie de parque temático de lo desproporcionado: Valencia.
El parentesco con la capital de Levante es obvio: tras la
estupefacción inicial, te enteras de que el artífice de aquella cosa es nada
más y nada menos que Calatrava. No hay más que decir…
Diré que el hotel no deja de sorprender. Es como una
gymkhana que te depara descubrimientos a cada paso: los sillones que simulan
teclas de piano o los asientos con formas de cara humana en el hall, los
cabeceros de las camas con programas de luces tipo árbol de Navidad...
Todo
ello en un ambiente ciertamente original, innovador, vanguardista y muy
cuidado: hay detalles muy interesantes, como por ejemplo, los centros de mesa o
las peceras con peces vivos en varios puntos de las zonas comunes, las
persianas eléctricas, unos baños realmente bonitos, el sistema inteligente de
los ascensores…
Un ambiente que quizá por estar tan orientado a deslumbrar al huésped, tan centrado en causar asombro desde lo formal, desde lo estético, resulta poco cálido y acogedor, lo que te hace sentir como el visitante de un museo.